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Se discute la validez de la definición clásica de la palabra fotografía
Hace ya un tiempo a partir de una polémica en redes sociales sobre si la fotografía era o no un lenguaje un reconocido fotógrafo canceló de manera abrupta la discusión diciendo que la fotografía se definía con precisión por su raíz etimológica y que todo lo que fuera seguir hablando y especulando sobre ello era una pérdida de tiempo. El texto que sigue está escrito a tenor de aquella tajante afirmación que no sólo no cerraba el debate sino que paradójicamente abría uno nuevo que intentaré tratar de manera suscinta a continuación.
Como sabemos la etimología es una disciplina lingüística que estudia el origen de las palabras, los cambios o alteraciones en su forma gráfica, así como el significado primigenio. Un conocimiento muy útil y necesario para la compresión de la mayoría de las palabras pues el vínculo o correspondencia entre la raíz etimológica y el campo semántico de uso habitual suele ser muy estrecho. Otros términos sin embargo con el paso del tiempo y la influencia de los diferentes contextos históricos o culturales, van modificando, ampliando o amoldando sus significados a los usos y necesidades expresivas de una comunidad determinada de hablantes.
Este es el caso de la palabra fotografía que si nos atenemos a la raíz etimológica griega del mundo occidental, su significación precisa es “escribir o dibujar con luz” (graphos, escribir, y photos, luz), pero que si nos vamos al término equivalente en japonés “shashin” su significado es “reflejar la verdad” (sha, reflejar y shin, verdad).
© mj pineda
Tanto uno como otro significado literal no describen ni explican la complejidad de la palabra fotografía, pues en el primer caso se limita más bien al proceso físico por el cual la luz a través de un juego de espejos impregna, tras un revelado químico, un material sensible y en el segundo se refiere al estatuto de verdad aparente que adquiere la traslación mimética de una parcela de la realidad capturada por la cámara fotográfica.
Por ello, en el mundo occidental, el uso común, convertido casi en axioma por algunos, de definir la fotografía con el sintagma “escribir o dibujar con luz” no deja de ser una frase hecha, un lugar común, que no describe ni explica la esencia y naturaleza de la palabra fotografía en la actualidad y menos aún la complejidad del hecho fotográfico. Lo que sí eleva al fotógrafo – quizás por ello algunos se sientan representados con esta definición - como a una suerte de taumaturgo o alquimista que juega con la luz, revelándonos los misterios del mundo, lo cual no puede estar más alejado de la realidad.
Porque el fotógrafo ni dibuja, ni pinta, ni escribe metafóricamente lo que se plasma en el negativo o sensor. El fotógrafo lo que hace es leer la realidad y componer a través de la mirada atenta que discierne entre las múltiples y variadas escenas que se le presenta. Su herramienta no es el pincel, ni la pluma sino la mirada discriminatoria e intencionada que parcela la realidad. Y el material que configura el contenido de las escenas son las formas animadas o inanimadas – personas, objetos, paisajes...- que se dibujan delante del objetivo, apareciendo, desapareciendo o confluyendo azarosamente en un lugar y tiempo determinado.
Y la luz, a nivel fotográfico o pictórico, no deja de ser un recurso expresivo, atributivo, que modula, acentúa o delinea los volúmenes de las cosas que se fijan en el negativo o sensor, pero no las conforma ni las constituye como tales. De hecho en una gran parte de las fotografías la luz no se manifiesta tácitamente, pues es plana y uniforme, sin claros oscuros, sin contraste, sin sombras. Unas fotografías donde la luz ni tan siquiera es un recurso estilístico, pues sólo hace la función necesaria de iluminar y hacer visible la escena.
Cómo dice José Mateos en su libro ”El ojo que escucha” ; “Uno puede pintar un sueño o expresar un pensamiento, pero no puede fotografiarlos”.
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